«Lew Alcindor se dio cuenta de que estaba delante de alguien especial. Los ademanes suaves, comedidos y serenos de aquel hombre del Oeste fascinaron a Alcindor. Si había tenido alguna duda entre las decenas de proyectos universitarios que se le abrieron, la conversación con aquel preparador de mirada trasparente y voz apaciguadora inclinó definitivamente la elección.»

Por entonces vivía en A Coruña. Adoro esa ciudad mecida por el viento y bañada por el encanto de sus gentes. Allí nadie se siente extranjero. Mi hermano David me visitaba por primera vez. Como todos los fines de semana nuestra parada en Casa Jesusa era obligada. El viernes nos acompañó mi amigo Manolo y mientras David y yo nos poníamos al día, él despachaba los percebes como si fueran pipas. Cuando nos quisimos dar cuenta su montón de desperdicios era como el doble de grande que el de nosotros dos junto.

Para nuestra segunda velada Manolo nos dio cuartelillo y se debió incorporar al copeo, así que los Bravo repetimos garito. Jamás pedí nada allí. Sabino nos ponía lo que Dios le daba a entender y entre vaciles siempre le regateábamos la cuenta, dijese el precio que fuese. Que si eres un cabrón, que si te quieres montar otro bar a nuestra costa, que si nos metes el sablazo que no te atreves con los forasteros… Y así siempre. Y siempre retocaba la nota a la baja. Era nuestro santuario de risas y confidencias.

Con el correr de la cena, el gran Sabino (como acostumbraba) se sentó a la mesa. Hablábamos de baloncesto (qué raro) y, como no se podía estar callado ni debajo del agua, metió baza en la conversación:
– El que era bueno, era ese negro alto de la NBA – suelta el artista de repente.
– Pues Sabi, como no nos des más pistas…
– Si hombre uno muy alto que ha ganado un montón de campeonatos.
– Joder Sabino, o afinas más o así es imposible.
Empezamos a lanzar nombres, pero no dábamos con el tío en cuestión. La siguiente pista nos terminó por descolocar:
– Si hombre uno que era marroquí.
David y yo nos miramos ojipláticos.
– ¿Marroquí? – casi gritamos al unísono.
Traté de reconducir la charla porque aquello desvariaba.
– Vamos a ver Sabi que llevamos un huevo de años siguiendo la NBA y el baloncesto ni te cuento. Y marroquís ha habido atletas de medio fondo de los buenos a porrillo, pero jugadores de baloncesto ninguno.
Y él dale que dale.
– Si hombre si es conocidísimo, si hasta hizo una película que te meabas de la risa.
– ¿Una película?
Igual nos dejó, hasta que pasados unos segundos al tabernero de Valle-Inclán se le iluminó una luz de bohemia.
– Si un tal Kareem Abdul… no sé qué.

David y yo nos miramos y estallamos en risas. Nos tronchamos, llorábamos a lágrima viva. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, vuelta al descojone. Las carcajadas se oían en María Pita. No sé el tiempo que nos tiramos sin parar de reir. Hubo algún paseante que se detuvo pensando, “vaya curda llevan éstos”.

El paisano se fue a por más viandas y no se le ocurrió otra cosa cuando apareció que decir: “Pues yo no le veo la gracia”… Nos remató. Qué personaje Sabino (un día tenía las maletas a los pies de la barra, pues la parienta lo había puesto en la calle), casi tan grande como el Capitán Murdock de “Aterriza como puedas”, el creador del Skyhook, el otrora Lew Alcindor, el incomparable Kareem Abdul Jabbar.

“Estoy sentado, señorita”

Un día después de que Jackie Robinson – el 15 de abril de 1947- rompiera barreras al convertirse en el primer atleta de raza negra en jugar la liga profesional de beisbol, Cora Alcindor daba a luz en el Hospital Sydenham de Nueva York un alargado bebé de 57 centímetros de estatura. El matrimonio Alcindor se instaló en Inwood, un distrito apacible al norte de Manhattam. Al niño, que con 6 años había contestado de esa guisa a su sorprendida maestra, le chocaba sin embargo que cada vez que visitaban al peluquero lo hacían en Harlem: en su barrio ningún barbero blanco osaba cortar el pelo a un negro. Devotos católicos llevaron al mozo a la escuela de San Judas hasta que Cora se vio en la necesidad de ponerse a trabajar y tuvieron que enviarlo a una institución de caridad, la Sagrada Providencia en Filadelfia. Lew junior era el segundo niño más alto del centro. Sólo permaneció un año allí
, pues su padre ingresó en el Departamento de Policía de Tránsito y entraba más dinero en casa, pero volvió cambiado: el contacto con alumnos procedentes de los ghettos le había vuelto más áspero y había descubierto un entretenimiento nuevo, el baloncesto. Con 9 años alcanzaba el 1,62, pero “era extremadamente torpe. Cuando me pasaban la pelota me liaba y no sabía qué hacer con ella. Desde luego no era un niño prodigio”.

Fue Farrel Hopkins quién le tomó a su cuidado y le adiestró en gran cantidad de deportes. El profesor organizaba además campamentos en verano para daltónicos: esto es, sin distinciones de color. Era un “hombre blanco de mediana edad a quien yo pondría una estatua junto a los grandes integracionistas”. Maestro y alumno se quedaban un par de horas adicionales para practicar en solitario después del entreno colectivo. Hopkins desperezaba al adolescente con una natural observación: “Encestar en cosa fácil para tu altura, pero si fallas es muy ridículo”. Sólo una cosa desviaba la atención de sus andanzas adolescentes: comprobó que se agudizaban las tensiones racionales. No lo podía entender.

En su último año en la escuela, con más de 2 metros y partidos por encima de los 30 puntos de anotación, atrajo las miradas de los medios locales y de jugadores y entrenadores profesionales. Jack Donahue le reclutó para su High School, el Power Memorial, una buena escuela donde sólo el 5% del alumnado era de color. En su segundo curso Lew promedió 19 puntos y 18 rebotes. En 4 años, las cifras de Alcindor en el centro resultaron apabullantes: 95 victorias (71 consecutivas) en 101 partidos, 3 campeonatos locales y 3 nominaciones como All American. Tenía un buen concepto de Donahue como técnico: “Nos insufló orgullo y voluntad para ganar siempre”. Su visión viraba en el ámbito personal: “Era una de esas típicas figuras deportivas de raza blanca que sólo ven a los negros atletas con propiedades, pero ausentes de toda clase de humanidad”. El día que le gritó para motivarle “¡Usted actúa igual que un negro!”, su atónico pupilo le puso una tacha que ya no le borraría jamás.

Imbuido de una tremenda consciencia de raza, Alcindor devoró la biografía y obra de Malcon X, aceptando y compartiendo sus preceptos. Un verano acudió como instructor juvenil a uno de los campamentos que organizaba All Calloway para los muchachos de los guettos. Voraz lector, se empapó de la historia del imperio africano en el siglo XIII, donde grandes civilizaciones se asentaron en los actuales Ghana y Malí. Sus ancestros provenían de la etnia Yoruba y habían llegado como esclavos desde Haití en el siglo XVIII. En septiembre de 1963, cuatro niñas negras fueron asesinadas en una iglesia de Alabama. La escasa repercusión social de la noticia indignó a Lew y radicalizó su postura: “Comprendí que nadie se preocupaba por los negros salvo nosotros mismos. Todo lo que me habían enseñado sobre igualdad de derechos y convivencia se desvaneció”. La música aplacaba sus impulsos: tocaba el saxo tenor y frecuentaba los locales de jazz de la ciudad en los que escuchaba ensimismado a Dizzy Gillespie, John Coltrane o Thelonius Monk.

 

“El único entrenador que no me habló sólo de baloncesto en la entrevista”

Lew Alcindor se dio cuenta de que estaba delante de alguien especial. Los ademanes suaves, comedidos y serenos de aquel hombre del Oeste fascinaron a Alcindor. Si había tenido alguna duda entre las decenas de proyectos universitarios que se le abrieron, la conversación con aquel preparador de mirada trasparente y voz apaciguadora inclinó definitivamente la elección. Desechó la oportunidad de jugar en Michigan y se enroló en UCLA. Más adelante, lo llegó a considerar “una equivocación. El basket era bueno, pero el problema racial persistía y casi me obligó a abandonar la escuela”. Puestas todas las razones en la báscula, la bondad e inteligencia de ese hombre siempre decantaba la balanza. Ese hombre era John Wooden, el más mítico y laureado (ganó 10 títulos en 12 años) entrenador universitario.

Wooden destinaba la media hora previa al primer entrenamiento del curso a enseñar a sus jugadores cómo ponerse los calcetines y atarse las zapatillas con el fin de evitar ampollas. Era honesto y recto: no permitía tacos, desconsideraciones a rivales o árbitros ni impuntualidades y prohibía el aspecto desaliñado o el pelo largo. En cierta ocasión, Bill Walton (su jugador de referencia en los 70) se presentó al entreno con barba y bigote. Al ser preguntado, alegó que estaba en su derecho y que creía firmemente en ello. El entrenador sin perder la calma también se pronunció: “Muy bien Bill, admiro a la gente que tiene creencias tan sólidas y las defiende con todas sus consecuencias. Vamos a echarte mucho de menos”. El joven quedó estupefacto, pero no lo dudó y se afeitó en el acto. Sus detractores lo acusarían de dictador, pero sus pupilos lo adoraban. Cuentan que mantenía contacto fluido con 172 de los 180 chicos que a lo largo de su dilatada carrera (27 años en UCLA) había tenido a sus órdenes.

Wooden era sencillo y práctico. Censuraba por ejemplo el dribling por detrás de la espalda o entre las piernas. “El verdadero talento proviene de las cosas simples bien hechas: buena defensa individual y lanzar de la forma más cómoda posible”, citaba su credo. Contra la costumbre establecida, nunca permitió que una camiseta de su equipo fuera retirada: ¿Qué pasa con los chicos que llevaron ese número anteriormente?, argumentaba categórico. En su “Pirámide de Éxito” recogía los valores y fundamentos básicos a seguir cada temporada. Sus ideas de colaboración, disciplina, espíritu de equipo, compromiso o responsabilidad, siguen plenamente vigentes, son estudiadas en las principales escuelas de negocios e implantadas en las empresas y multinacionales.

Tras obtener los títulos del 64 (con un quinteto en que ningún jugador superaba el 1,95) y 65 (con 42 puntos de Goodrich en la Final), Wooden incorporaba a Alcindor. En la época existía la prohibición que impedía competir oficialmente a los freshman (jugadores de primer año). A Wooden no se le escapó el talento de éstos cuando los novatos en un partido de pretemporada ganaron (75-60) al equipo titular con 31 puntos y 21 rebotes de su próxima figura. El año de espera le sirvió para perfeccionar los movimientos al poste bajo la tutela de Jay Carty, un 6 pies y 8 pulgadas que había sido estrella en Oregon.

En el estreno oficial Lew deslumbró con 56 puntos (23 de 32 en el tiro) en la victoria 105-90 sobre USC. El siguiente rival, Duke le sobremarcó y “sólo” hizo 19 puntos en un nuevo repaso 88-54. Esa fue la tónica general: o anotaba una barbaridad (frente a Washington elevó la marca a los 61 puntos) o con su meridiana lectura de juego ponía el balón al compañero mejor situado para un lanzamiento cómodo. Sus promedios resultaron brutales: 29 puntos, 15,5 rebotes y un acierto del 68,3% en el tiro. En las semifinales en Lousville, le esperaba Elvin Hayes que le trató de intimidar: “¡Vigile esto!”, le decía señalándole la pelota como si le fuera enseñar a jugar, pero no se arredró y le plantó 5 gorros para un resultado (73-58) sin paliativos. Dayton en la final tampoco fue rival (79-64). Un cinco de pipiolos, con 4 sophomores (Alcindor, Allen, Heitz y Shackelford) y un junior, Mike Warren, famoso en el futuro por su papel de policía en “Canción triste de Hill Street”, más dos reservas de garantías (Sweek y Nielsen) obtuvieron el campeonato del 67 permaneciendo invictos (30-0).

 

“El partido del siglo”

Hayes no se tomó bien la derrota y se despachó con acidez en Sports Illustrated contra Alcindor: “Él no es bastante agresivo en los tableros, particularmente en la ofensiva. Defensivamente está inactivo y no reacciona cuando está apurado”. La rivalidad estaba servida y el reencuentro no iba a tardar en llegar en la temporada siguiente. Ocho días antes del choque Lew sufrió un golpe en la córnea frente a California. Se retiró del partido con 44 puntos y no pudo disputar los dos siguientes. Permaneció con el ojo vendado en una habitación sin poder siquiera entrenar. Las ansias le hicieron jugar en un abarrotado Astrodome de Houston (55.000 personas), pero a los 5 minutos estaba agotado y con serios problemas de visión. Muy disminuido, anotó 4 lanzamientos de 18 intentos para 15 tantos y fue un muñeco en manos de Hayes, que se fue hasta los 39 puntos. Con todo, la diferencia fue pírrica (71-69). La prensa se ensañó, pero Wooden no daba su brazo a torcer: “Pese a lo visto, no cambiaría a Alcindor por Hayes”.

La irritación ocular provocó en Lew visión doble y distorsión de la profundidad, más la afrenta deportiva le causó un hondo afán de revancha. Colocó un poster de su rival en la puerta de su habitación e instó a su entrenador para que le diese entrada en los dos próximos encuentros. Boston College y Holy Cross (de su antiguo entrenador Donahue) en el Madison pagaron los platos rotos: aún fuera de forma, a unos les hizo 28 puntos y a los otros 33. Como la venganza se sirve fría, UCLA asestó una despiadada paliza a Houston (101-69) en las semifinales de la NCAA con una excelente defensa, box and one y la extenuante zona press tras canasta que dejaron a Hayes hecho un guiñapo (10 puntos). “Simplemente quisimos enseñarles algunos buenos modales a esa gente”, agregó relajado Alcindor. Tras anotar 47 tantos salió del vestuario con sus coloridos ropajes africanos ante la divertida mirada del coach Wooden. En la final, North Carolina tampoco pudo oponer demasiada resistencia (78-55) ni limitar al monstruo (otros 34 puntos). El dominio abrumador de la criatura era tal que llevó a la NCAA a vetar el mate, cuyo uso no se restableció hasta 1976. Algún periódico renombraba el torneo como el “UCLA Invitational”. Durante una década la Liga Universitaria fue un territorio labrado en régimen de monocultivo.

 

“Generoso y poderoso sirviente de Alá”

En el verano del 68, se convirtió a la religión islámica -rama sunita- bajo el adoctrinamiento de Hamaas Abdul-Khaalis, cambió su nombre a Kareem Abdul Jabbar, aunque no lo hizo público hasta 1971, y renunció a los Juegos Olímpicos de Méjico arguyendo “no me sentía parte de un país en el que los negros sólo podían obtener celebridad en los deportes y similares, pero eran claramente perjudicados en el resto”.

En la primavera del 69 caía el tercer título universitario consecutivo. Alcindor se despidió de la competición con 37 puntos en el aplastamiento (92-72) sobre Purdue y un bagaje de 88 victorias y 2 derrotas, amén de dos trofeos al mejor jugador universitario del año y tres como el más valorado del torneo final y su licenciatura en Filosofía. El respetabilísimo Adolf Rupp de Kentucky se había columpiado en sus vaticinios, pues le había comparado cuando accedió a las aulas con Wilt Chamberlain, que se fue de vacío en su etapa en Kansas.

Los profesionales le esperaban. Los Harlem Globetrotters le tentaron con una suculenta oferta de 1 millón de dólares y resultó elegido con el nº1 del draft tanto de la NBA (Milwaukee Bucks) como de la ABA (New York Nets). Tomo la decisión: adquirió un Cadillac Coupé de Ville para “estar más presentable y hacer un poco más de ruido a mis vecinos de Milwaukee”.

Su impacto en la NBA fue devastador. La franquicia que venía de un estreno en la Liga con 27 victorias y 55 derrotas mutó su inercia (56/26). Sus 28,8 puntos y 14,5 puntos le hicieron acreedor del premio al rokkie del año. Los Knicks, a la postre campeones, les dejarían en el camino en las finales de Conferencia (4-1).

 

Big O

En la siguiente campaña, 70-71, los directivos de la ciudad cervecera tiraron la casa por la ventana y firmaron, procedente de los Cincinnati Royals, al mejor base del momento, el gran Óscar Robertson. Algún periodista dio el titular perfecto: “Ha llegado la combinación KO a la ciudad”. Si alguien tiene dudas sobre quién es el jugador más completo de la historia, igual le ayude saber que hasta hoy Robertson es el único jugador en promediar un triple doble durante una temporada. Fue en la 61/62 cuando alcanzó los 30,8 puntos, 12,5 rebotes y 11,4 asistencias. Cerró su carrera con 181 triples dobles.

Larry Costello ensambló un gran conjunto que aunaba pragmatismo y plasticidad, culminando con el mejor registro la “regular season” (66-16). En las eliminatorias se pasaron por la piedra a los Warriors (de Nate Thurmond –el jugador que mejor le defendía- y Jerry Lucas) y a los Lakers (de West, Baylor y Chamberlain). En la final avasallaron 4-0 a los Baltimore Bullets (de Wes Unseld). El poste y el base de 33 años no dejaron escapar la oportunidad y anotaron con apetito, 30 y 27 puntos respectivamente, a lo largo de la serie. Un día después de obtener el campeonato hizo oficial su nuevo nombre, Kareem Abdul Jabbar, y se casó con Janice Brown –Habiba-, sin que sus padres acudieran al evento. La peregrinación a la Meca supuso la luna de miel de la pareja, que dos años después y con dos hijos de por medio, se separó. Los otros dos matrimonios de Kareem también fracasaron.

En los tres años posteriores Lakers y Warriors los dejaron fuera en las eliminatorias. Con los Celtics la Final cobró tintes épicos. Con 2-3 los Bucks se repusieron en el Garden: Jabbar finiquitó la segunda prórroga con un skyhook. En Milwaukee, los de Boston se agarraron a la historia y a un inconmensurable Dave Cowens para engarzarse un nuevo anillo en el 74.

Robertson muy diezmado por las lesiones se retiró y Kareem, enrabietado tras sufrir su enésimo golpe en sus ojos, se rompió la mano al descargar un puñetazo sobre el soporte de la canasta en uno de los encuentros de pretemporada. El desastroso inicio (3-16) sin su estrella marcó el devenir del curso y el equipo no entró en los play offs. Una imagen se hizo familiar en su regreso a las canchas, la de Kareem y sus gafas, que si en el modelo primitivo simulaban las de un buzo, en el ya perfeccionado (y luego copiado por James Worthy) resultaban más parecidas a las de un aviador. Sus googles, serían el símbolo totémico que le acompañaría (salvo en un breve lapsus en Los Ángeles) hasta el final de su carrera. Sin embargo, los buenos tiempos tardarían mucho en volver a la joven franquicia.

 

El gran traspaso

Tras 6 temporadas, unos números siderales -30,4 puntos, 15,3 rebotes y 4,3 asistencias- y agradecido a un público que siempre le trató muy bien, Kareem pide que le traspasen. Vive un momento personal complicado, separado de su entorno familiar –mujer, hijos y padres- e impactado por la condena a 55 años de cárcel de Hamaas (su líder espiritual, que había vengado el brutal asesinato de sus cuatro hijos y dos nietos). Buscaba una ciudad que satisfaciera sus inquietudes culturales y religiosas, o Nueva York o Los Ángeles. Los Knicks le obviaron, los Lakers (últimos de su División) vieron el cielo abierto y entraron en un traspaso múltiple en el que aportaban 4 jugadores.

En el estreno, sus estadísticas (27,7 puntos, 16,9 rebotes y 5 asistencias) le harían MVP, pero quedaban de nuevo relegados de las eliminatorias por el título. Bill Sharman, que había dado a los amarillos el título del 72, ascendió la temporada siguiente del banquillo a la dirección general. Cook, el dueño, y West, el mito, limaron asperezas y éste ocupó la plaza de entrenador. Fue el año de la desaparición de la ABA, de su draft de expansión y de una oportunidad única que los Lakers desaprovecharon: fichar a Julius Erving. Sí, porque cuatro franquicias –Denver Nuggets, San Antonio Spurs, Indiana Pacers Y New York Nets- se adherían a la NBA. La Liga les exigía un canon de más de tres millones de dólares, por lo que algunos se vieron obligados a vender a sus estrellas. Éste fue el caso de los Nets, pero West no fue capaz de convencer a Cook y el Doctor J terminó en Filadelfia para inmensa alegría de los hinchas de los Sixers. El giro tampoco dio el resultado apetecido para los angelinos y los Blazers de Bill Walton (a la postre campeones) les humillaron (4-0) en semifinales de conferencia.

Los Lakers y la Liga entraron en un bucle de mediocridad y violencia. Kareem fue protagonista principal de una pelea que le dejó 20 partidos en el dique seco (se fracturó la mano al golpear Kent Benson) y figurante en la mayor agresión vista hasta entonces (su compañero Kermit Washington noqueó de un puñetazo a Rudy Tomjanovich en plena gresca que estuvo a punto de terminar con la vida de éste). Los focos ganadores apuntaron a dos escenarios de escaso glamour y parca historia, Washington (y sus Bullets) y Seattle (y sus Supersonics). La NBA vivía entre tinieblas, se la relacionaba con drogas, escándalos y agresiones. Las audiencias televisivas cayeron hasta el punto de que las finales se daban en diferido. Y en esas estaban hasta que apareció…

 

Una parejita que cambió la historia

Porque eso fue lo que hicieron Larry Bird y Magic Johnson. Boston había arriesgado con el de Indiana al haberlo elegido el año anterior y guardar 12 meses de espera. A los Lakers les cayó la lotería: sus intercambios con los Jazz les había otorgado una primera ronda y sortearon con los Bulls quien se llevaba el premio gordo. Al nuevo propietario, Jerry Buss, le vino un Dios Mágico a ver, Earvin Johnson. Con ellos dio comienzo una de las rivalidades más sanas y enconadas que se recuerdan, el baloncesto como espectáculo (showtime) o como una manera de ser (el clásico orgullo céltico). Esta vez la bipolarización disparó los shares.

Pero el advenimiento de Johnson no cayó igual en todos los ámbitos de la franquicia. La atención acaparada y el excelso sueldo generaron no pocos recelos. Norm Nixon veía peligrar sus minutos en cancha y Kareem, hermético y distante con prensa y público como si se hubiera tragado una estaca, mostraba un pronunciado desdén hacia el nuevo. Éste gozó de la confianza del nuevo técnico, Jack McKinney, que preconizaba un juego veloz que a Magic le venía de perlas. Un gancho de Jabbar dio la primera victoria a la franquicia; Earvin saltó alborozado sobre su compañero, que le aplacó el entusiasmo, haciéndole ver que restaban aún otros 81 por jugar. Un triste accidente en bicicleta de McKinney, aupó a su ayudante Paul Westhead a la plaza de titular. Mientras, Magic fue ganándose el respeto de sus compañeros. Lakers y Sixers dirimieron una de las finales más recordadas. Tras 4 encuentros la eliminatoria estaba igualada a 2. Kareem se había adueñado de la pintura, pasando de los 30 puntos en los 3 primeros choques. Del cuarto ha quedado para la videoteca la bandeja a canasta pasada del Doctor J, escondiéndoles el balón al propio Jabbar y a Landsberger (la jugada sirvió de soporte publicitario en el anuncio de la colección Mi Baloncesto de Díaz Miguel). Otra galaxia. El quinto deparó otra actuación portentosa (33 puntos) de Kareem, que sin embargo se dañó la rodilla y no pudo acudir al sexto en Filadelfia. Westhead se devanó los sesos y preguntó a su novato si había jugado alguna vez de pivot. Earvin le contestó que en el Instituto. El resto es historia: Magic se merendó a los Sixers (42 puntos, 15 rebotes y 7 asistencias) desde todas las geografías de la cancha, obtuvo el MVP (que en justicia debería haber recaído en Jabbar) y su primer anillo con los profesionales. No tantos evocan al elegante James Wilkes, escudero capital aquella noche (37 puntos, 10 rebotes).

El siguiente doblez en el calendario tenía un trébol tintado de verde. El ingenio de Auerbach condujo a Robert Parish y a Kevin McHale a Boston. A los Rockets les vino grande su primera gran cita con los dioses. Larry Bird abría sus vitrinas orgulloso.

La temporada 81-82 reforzó el liderato y el poder de Magic en la franquicia que le ofreció un contrato vitalicio (25 millones de dólares por 25 años). Johnson echó literalmente al entrenador Westhead: “o él o yo”. Así Pat Riley corrió un puesto en el banquillo. Kareem agraviado, obtuvo una sensible mejora de contrato, a razón de 1,5 millones por año. Riley ganó pronto crédito como estratega y motivador. El trabajo duro y desprendido bajo los tableros de Kurt Rambis cosechó el favor de la grada y la reubicación de una estrella como Bob McAdoo (16,7 puntos en los play-offs) resultaron decisorias en el nuevo anillo.

A uno de los más grandes, al rey del mate, le llegó su momento de gloria en la 82-83. A pesar de que los amarillos se verían reforzados con otro número 1 en el draft, James Worthy, el trono tenía un nombre: Julius Erving y sus Sixers. Enorme también Moses Malone en un resultado que no deja dudas: 4-0.

Paradójicamente el incendio que en el 83 devastó su casa y echó a perder su maravillosa colección de discos de jazz (tenía más de 3.000) dulcificó el agriado carácter de Kareem. Conocida la noticia asistió asombrado a una honda muestra de solidaridad: desde todos los puntos del país gentes anónimas le hacían llegar los más variopintos vinilos. La sensación de desafecto que tenía de los aficionados se evaporó y el mutuo desaire se desvaneció. Tuteló la incorporación de un rookie local, que daría días de gloria, el finísimo Bryon Scott, que junto a Michael Cooper, se erigiría en la gran amenaza exterior angelina. Worthy no tardó en establecerse en la élite de aleros altos. Magic, listo como pocos, fue ganando espacio con el tiempo en el corazón de Jabbar: cuando jugaban en Detroit, Earvin invitaba a todo el equipo a cenar en casa de su madre; otro buen día, el base le pidió que le adiestrara en la suerte del gancho, y el baby-hook ganó un campeonato. A Kareem no se le escapaban los dotes de liderazgo del base, que combinaba palo y zanahoria entre sus colegas: máxima exigencia competitiva y una sonrisa perenne y desbordante. Quedaba tan lejos el día que un muchacho de 11 años se le acercó en Detroit para que le firmara un autógrafo “Para Earvin, por favor” y el gigante no le hiciera el menor caso…

 

Lakers-Celtics

La serie del año 83-84 restableció una vieja rivalidad hasta entonces siempre teñida en verde. La cacerolada en la noche bostoniana provocó el insomnio y el cabreo de Kareem que con motivación extra (y 32 puntos y 8 rebotes) sisaba la ventaja de campo. Los célticos contra las cuerdas se agarraron a su orgullo para equilibrar la eliminatoria después de una prórroga. Las duras palabras de Bird “hemos jugado como novicias” tras el vapuleo en Los Ángeles (137-104) elevaron el tono físico del cuarto partido y los visitantes inclinaron el marcador nuevamente en el tiempo extra. De regreso a Boston, en el Garden se “estropeó” el aire acondicionado y la calefacción enfangó a los de California: “corríamos con los pies metidos en barro”, declararía Jabbar. En el Forum, el exaltado público llevó en volandas a los suyos para restablecer las tablas (con 30 puntos de Kareem). El desenlace cobró tintes épicos en medio del ambiente más “álgido” que probablemente se haya vivido: las aficiones habían cobrado especial protagonismo a lo largo de los días (las caceroladas en los hoteles, las increpaciones a los jugadores, los lanzamientos de objetos y bebidas, los abucheos constantes, los “delicados” recibimientos en los aeropuertos que provocaban atascos kilométricos que retrasaban la llegada del autobús visitante). En ese maremágnum, los Celtics apelaron a su espíritu defensivo para alcanzar su decimoquinto título. La historia se repetía: los Lakers caían por octava vez en las finales frente su eterno rival.

La mecha estaba prendida. Durante la pretemporada Riley empinó sobremanera el grado de agresividad defensiva del equipo. Dureza y concentración serían vocablos de cabecera. Mismos protagonistas en un desafío sin prisioneros. De estreno la “Masacre de Boston”, 148-114 para los del Este. La derrota escoció y la espera, plena de autocrítica, se hizo muy dura. Kareem pidió excepcionalmente que les acompañara su padre en el autobús del equipo y la medida vaya si le ayudó (30 puntos, 17 rebotes, 8 asistencias y 3 tapones). Cooper apuntaba (6 de 7 triples vio el aro como una piscina) y se restituía la igualdad. Los Lakers ganaron dos de los tres partidos, para adelantarse (3-2) y disfrutar de una doble oportunidad en cancha ajena. Magic olió sangre en las cansadas piernas de sus oponentes y aceleró el ritmo, Cooper limitó las prestaciones de Bird y Jabbar (MVP de las finales con 38 años) se movió en sus cifras (29 puntos). Los de oro y púrpura rompían la maldición.

Los Rockets de las emergentes Torres Gemelas (Sampson y Olajuwon) evitaron una nueva reedición del clásico. Los Celtics con la incorporación de Bill Walton hicieron espacio en su sala de trofeos. Así hubo que esperar a la 86-87 para vivir el último episodio del apasionado enfrentamiento. Los Lakers hicieron los deberes en casa para ponerse dos partidos por delante. En Boston cobraron una ventaja decisiva al hacerse (después de un baby gancho de Magic) con uno de los tres partidos. En el regreso a casa no desaprovecharon la primera opción para echar el candado al campeonato (Jabbar con 40 “palos” hacía otros 32 puntos). Bird caballeroso honraba a su rival: “Es el mejor equipo contra el que nunca había jugado”. K.C. Jones ponía el dedo en la llaga sobre Kareem: “Ha estado acabado los últimos años, lo que pasa es que alguien se olvidó de decírselo”.

En las celebraciones Riley se había tirado el pisto “El año que viene repetiremos, lo garantizo”. Durante meses sufrieron una plaga de de lesiones. Así les costó horrores alcanzar la final. Con los Jazz y los Mavs llegaron al séptimo partido. “Para disputar el título hay que eliminar a los Lakers. Es difícil, pero nos ayudaría que Kareem se retirara de una vez”, declaraba entre compungido y admirado Rolando Blackman. Esperaban los rocosos Pistons que con ventaja 3-2 estuvieron en un tris de engastarse la preciada argolla. Un cojo (esguince de tobillo de caballo) Isiah Thomas realizó uno de las actuaciones más portentosas que me viene a la mente con 25 puntos en el tercer cuarto (para concluir con 43), pero Byron Scott con una suspensión y Jabbar con 2 tiros libres sellaron el empate. En el séptimo, Worthy (36 puntos, 16 rebotes, 10 asistencias) fue el héroe del undécimo campeonato y, por ende, el MVP. Jabbar entró en el vestuario para consolar a los perdedores: “Esta vez no ha podido ser, pero algún día seréis campeones”. Premonitorio, no hubo que esperar mucho. En la siguiente temporada (que supuso la despedida de Kareem), los de la ciudad del automóvil cumplieron el presagio. Los Lakers echaron de menos a Magic y a Scott lesionados y, pese a una penúltima prestación estratosférica del 33, caerían en la idéntica final sin conocer la victoria. Riley apresó la última camiseta que se enfundó su ídolo y se la llevó a su casa, declarando rendido “Es el mejor atleta que ha pisado la faz de la tierra”. Ese curso, la visita de los Lakers supuso un reconocimiento multitudinario de los aficionados de cada una de las franquicias profesionales al jugador que más puntos ha anotado en la historia de la Liga (resulta anecdotico, sin embargo, que no lograra acertar ninguno de los 15 lanzamientos triples que intentó). En LA sus compañeros se cobraron todas juntas las bromas pesadas del veterano y le cortaron en cachitos sus pantalones vaqueros predilectos. Preguntado sobre el mejor jugador contra el que había jugado no tuvo dudas: Earl “The Goat” (la cabra) Manigault, la leyenda de los playgrounds neoyorkinos.

 

Su sky hook

Cuentan que para el homenaje a Kareem, los jugadores que acudieron debían cumplir dos requisitos innegociables: colocarse las gafas del mito y tirarse un sky hook. Sobre el lanzamiento que patentó y universalizó para la posteridad “Un día recogí un rebote en el borde derecho de la zona. Me moví al centro y con la mano derecha lancé un gancho. La pelota no entró, pero comprendí que había encontrado mi jugada de forma natural”, Tree Rollins no ocultaba su desánimo “Cuando lanza su sky hook ni intento taponarlo. Una vez le bloqueé uno y luego anotó siete seguidos”, mientras que Olajuwon nunca olvidará el día que consiguió taponarlo “Estuve varios minutos pensando que había hecho algo imposible”. El temor reverencial, casi bíblico, que infundía en sus oponentes, lo resume Pat Ewing “sólo te quedaba rezar”. En los 80 circulaba un chascarrillo que decía “Hasta que no hayas olido la axila de Jabbar no sabrás lo que es este deporte”.

Debió de juntar plata para copar un galeón, pero su agente, Tom Collins, le fue madrugando sus dineros y le condujo a la bancarrota. Repuesto del varapalo financiero, ha continuado practicando el yoga y las artes marciales (hasta rodó una película con Bruce Lee), se ha mostrado como un erudito presentador de programas musicales radiofónicos, ha cultivado su faceta humanitaria con su Fundación, escrito algunos libros y adiestrado a los hombres altos de Clippers, Sonics y Lakers.

Pasarán muchos años y algún curioso revolverá en el desván de las hemerotecas. Comprobará boquiabierto el expolio de títulos y trofeos que jalonó la dilatada carrera de Kareem. Muchas de sus marcas pervivirán como hazañas intergeneracionales que escapan a cualquier época. Si acude al video cotejará el muestrario de habilidades clásicas, universales e intemporales compatibles con cualquier táctica y tiempo que hicieron de Jabbar un jugador único.
De momento, en 2011 Kareem le ha lanzado su gancho retador a la leucemia, que como sus rivales no ha podido hacerle frente. Y ahí sigue.


Mi nuevo agradecimiento a Raúl Barrera y Carlos Laínez por hacerme sentir en la Fundación Pedro Ferrándiz Espacio 2014 FEB como en casa.

 

Título original:
«El mejor jugador de la NBA que era marroquí  ¿o no?»

Por Juan Pablo Bravo
Autor colaborador JGBasket
@juanpabravo

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