Ni el mismo sabía por qué le llamaban así. Cuando alguien quería enterarse de dónde provenía su apodo él, hermético, encogía los hombros, miraba para otro lado y murmuraba: algún pringao me lo pondría en un partido.

Unos decían que vendría por lo pequeño, ni calzado superaba el 1,75. Otros siempre le veían botando una pelota, era su yo-yo, su amuleto particular. Vete a saber. Sobre él se contaban tantas historias que era imposible discernir las reales de las inventadas. Su amigo Rai recordaba muchas de ellas. Él no las negaba, simplemente pasaba de ellas con aire indolente.

Tímido, retraído, gastaba su tiempo en tres cosas: escuchar heavy, jugar al baloncesto y desvivirse por la Sole, su madre.
Se había criado en un barrio obrero del centro de Madrid. Todas las tardes, a la salida del colegio, cogía un viejo balón que un día había aparecido por casa y se acercaba a las canchas municipales para echar una pachanga. No jugaba más de hora y media para que ni Rai ni El Litri, que le estaban esperando, se mosqueasen. Después se encaminaban al parque con su “loro” y se sentaban en el primer banco que estuviera libre. El heavy era su verdadera pasión y fue su tío Manolo quién desde chico le metió el gusanillo en el cuerpo. Oía todo lo que caía en sus manos, pero sentía devoción por AC/DC, el grupo australiano creado por los hermanos Young. Idolatraba a su extravagante guitarrista, Angus, y prefería la primera época de Bon Scott a la posterior de Brian Johnson. De ese tiempo también le gustaban Iron Maiden, el grupo preferido de Rai, Judas Priest y Scorpions. De los posteriores Metallica eran los mejores y consideraba a Bon Jovi y a Europe unos pasteleros. Los tres amigos oían las emisiones radiofónicas de El Mariano y El Pirata y podían eternizarse discutiendo sobre tal o cual grupo. A media tarde El Litri hacía un paréntesis y se acercaba al Super a por una litrona o un litrito, de ahí el mote, bien frío de cerveza. Poco antes de anochecer emprendían camino para casa. Aunque sentían fobia por los libros había que estudiar un poco para mantener la paz social en casa.
Nadie le enseñó a jugar. Simplemente empezó con el resto de los chicos en el patio y las cosas le salían solas. Su colegio era pequeño y su patio de juguete. Cabía una cancha de baloncesto reglamentaria y poco más, con lo que en los recreos había pocas alternativas, o intentabas jugar a basket sin atropellarte con dos o tres partidos a la vez o vagabas evitando pelotazos por lo que quedaba de patio o te salías fuera a dar una vuelta. Como no había ninguna tradición deportiva en el centro ni nadie que pudiera organizar algo parecido a un equipo, un grupo de chavales decidieron juntarse por su cuenta e inscribirse en la junta de distrito para la competición municipal. Al principio no se enteraban de nada. Nunca habían jugado juntos y no estaban compenetrados. Poco a poco eso empezó a cambiar y en la segunda vuelta ganaron todos los encuentros. El segundo año fue mejor, llegaron a la final del distrito de Ciudad Lineal . La perdieron. Fredy, el Botón Sánchez, no la pudo jugar. Le escayolaron el tobillo tras acabar cojo el sábado anterior con un esguince de caballo. Eso sí acabó con 38 puntos y con un cabreo de narices por perderse el último partido.

En el curso siguiente un nuevo profesor se incorporó para dar Educación Física. El primer día pagó la novatada y a Jorge le tocó salir a vigilar el recreo en medio de un frío polar. Enseguida un chaval con el pelo cortado al uno embutido en unos pantalones vaqueros de pitillo y una camiseta negra de manga larga de Los Ramones le llamó la atención. Todo lo que hacía el chico con el balón era diferente a lo que intentaba el resto. Le asombró la facilidad con la que se desenvolvía, pero no le quiso dar más importancia. El baloncesto le había quemado, venía rebotado de los grandes clubs de Madrid. Harto de camarillas, de la exigencia de los resultados inmediatos en detrimento de la formación de los jóvenes. Pero no tardó mucho en terminar de saciar ese primer ataque de curiosidad. A primera hora de la tarde, entró en la clase que le habían asignado, se presentó y pasó lista y para ganarse a los chavales hizo una pregunta con truco.

– Bueno, cómo es el primer día ¿qué os apetecería hacer? ¿jugar a algún deporte concreto?
Los gritos casi le anularon. Jugar a basket, chilló la mayoría.
Sólo planteó dos exigencias, estirar antes y cómo eran muchos, 19 en total, que los que estuvieran esperando turno para entrar lo hicieran trotando para no quedarse fríos. El equipo de Fredy era el de cuatro componentes, pero ganaron todos los partidos. Cómo no podían con él, normalmente le defendían dos contrarios. Daba igual. Cuánto más cerca los tenía más bajito botaba. A eso sus compañeros lo llamaban “el piano”, casi tecleaba el balón con los dedos a diez centímetros del suelo, para arrancar, cambiar de ritmo y dejarlos tirados. Jorge no les hizo ninguna corrección. Al terminar, aplaudió, dijo el tan manido “bien jugado chicos” y los mandó a la ducha.
Unos días más tarde a la directora se le escapó que Jorge había entrenado baloncesto, aunque no supo decir en qué equipo y no tardaron en venirle con el cuento. Los chicos querían jugar, además de la liga municipal, el campeonato escolar, pero no tenían entrenador. Se hizo de rogar por que no quería volver a las andadas, pero lo pensó mejor y le pareció una vuelta a sus comienzos. Para el primer entrenamiento, sorpresa negativa. No estaba Fredy. No preguntó. Entrenaría a los que fuesen. A la semana, después de tres sesiones, los chicos estaban encantados. Era duro, pero los chavales lo pasaban bien y aprendían y se lo hicieron saber al chico maravilla.

El lunes profesor y alumno se encontraron por el pasillo. Se saludaron y Jorge le puso el cebo:
– Oye Alfredo ¿no te apetecería jugar en el equipo?
– Ya juego – respondió tan pancho el mocoso.
– Digo en el equipo del colegio.
– Nunca he jugado para nadie. Sólo para mí y para mis amigos. Y nunca he entrenado. No creo que me guste.
– Prueba – insistió Jorge. Sólo pido a mis jugadores que vengan a entrenar. El que no entrena no juega. El resto juegan todos. Prueba y si no te gusta lo dejas. Piénsalo ¿vale?
– Ya veremos – zanjó Fredy la conversación antes de marcharse.

Ese día no apareció, pero sí el miércoles. Pidió permiso al entrenador, se unió al resto que le recibieron alborozados, estiraron, hicieron una primera rueda y a partir de entonces no faltó a un solo entreno.

Los sábados jugaban en la junta municipal y los domingos para el colegio. Los otros dos mosqueteros, Rai y Litri, eran negados para el deporte, pero no se perdían un partido de su amigo. Uno le contaba los puntos, aunque a El Botón le traía al fresco, y el otro bautizaba las jugadas. Así llegó “el pase del aplauso” cuando en un contraataque vio a un compañero cortando por el otro lado lanzó el balón con tal fuerza que sus manos se terminaron juntando en una sonora palmada o “el de Djalminha”, un futbolista brasileño que Fredy no conocía, al meter el brazo por detrás de la espalda e impulsar la pelota de atrás hacia delante por encima de los defensores para encontrar a un compañero en alley hoop cerca del aro. Eran recursos, lo que le salía cuando jugaba, pues ni pretendía adornarse ni menospreciar al rival.

Quedaron campeones de todos los distritos municipales de Madrid y llegaron a las finales del campeonato de colegios. En cuartos de final ganaron bien, pero a Fredy se le salió el codo derecho. Ya de por sí tenía un tiro rarísimo. Hacía un escorzo para tirando de riñones hacer un lanzamiento muy poco ortodoxo. No colocaba bien ni el codo ni el brazo ni los dedos, pero las metía y no transigió en corregirlo. Con dos semanas para la final a cuatro se les planteó una disyuntiva para la que el chico encontró solución.
– No querías cambiarme el tiro, pues enséñame a tirar con la izquierda –le espetó a Jorge.
– Eso es difícil. Te tienes que olvidar de cómo tiras por tu lado bueno y probablemente te falte fuerza con tu mano mala para hacer lanzamientos largos – se justificó el entrenador.

Todas las tardes, hubiera o no entrenamiento, Fredy y Jorge ensayaban la mecánica del tiro. Jorge le insistía machaconamente: “ Piernas flexionadas antes de tirar y de ahí sacarás la fuerza… cuerpo equilibrado y los pies mirando al aro… el brazo de tiro flexionado en ángulo recto… el antrebrazo en ángulo de 90º … los dedos separados … impulsa el balón con los tres dedos centrales y sin que lo toque la palma… la bola tiene que salir dando vueltas hacia atrás y cuantas más dé, mejor… después del tiro la muñeca relajada…” No lo podía creer. Su discípulo era una esponja. En menos de quince días tiraba con la soltura de un zurdo de manual.

En el último entrenamiento de la semana, Jorge observó a Fredy un tanto taciturno y le llamó aparte.
– ¿Estás bien? Mira que si duele mucho no juegas y en paz- le dijo.
– No, no eso. Estoy mejor que nunca, pero quiero que me prometas una cosa. Tú conoces a mucha gente…-murmuraba taciturno El Botón.
– ¿Y?
– Verás si alguien te pregunta por mí, quiero que les digas que mi padre no me deja jugar en ningún otro sitio, que tengo que estudiar y que ayudar a mi madre en la tienda… Prométemelo.
– Y quién me iba a preguntar a mí. Tú por eso no te preocupes. Juega como siempre y disfruta.
Le dio una palmada en la cabeza y los dos volvieron con el resto del grupo que estaba lanzando tiros libres.
De las tres excusas que Fredy había dado sólo era cierta la última. Tenía que echar una mano a su madre en la tienda de ultramarinos. Nunca llegó a conocer a su padre ni se rompía la cabeza con los libros.

Las semifinales las pasaron fácil y Jorge pudo dosificar a su estrella, que le fue cogiendo el gusto a tirar con la izquierda. En la final se enfrentaron a uno de los colegios con más prestigio de toda la capital, San Agustín. Eran filiales del Madrid y en Navidades habían incorporado a un base canario del que hablaban maravillas. Era bueno, tan bueno que luego jugó un montón de años en ACB. Pero en el partido Fredy le dominó y en algunas fases le dio un repaso. Entraron en la última posesión con dos abajo, Fredy agotó el tiempo y sacó una falta quedando un segundo. Estaba tranquilo, concentrado, confiado en su nuevo tiro con la izquierda. Tomó aire, botó tres veces y lanzó. El primero dentro. Para el segundo repitió el ritual, pero el tiro le hizo la corbata y se salió. Derrota. Abrazos de los agustinos y felicitaciones. Llegados al vestuario,

Jorge les reunió y juntaron las manos:
– Os felicito chicos, estoy orgulloso de vosotros. Habéis estado de cojones.
Cuando iba a salir del vestuario, reparó en El Botón que con la mirada perdida trataba de encontrar una explicación:
– Esto es deporte, unas veces se gana y otras la bolita no entra. Lo importante es que te has portado como un jabato y lo has dado todo- le dijo y luego chocaron las manos.

A la semana de concluir el torneo, su tío Manolo, el que siempre había vivido con ellos en casa y llevaba con su madre la tienda de ultramarinos se empezó a encontrar mal. Él que en su vida había ido al médico… En menos de un mes un cáncer de páncreas se lo llevó al otro barrio.

Ese palo cambió la vida de todos. En el año venidero Fredy tendría un itinerario casi fijo. Del colegio a la tienda y de la tienda a casa. Siguió en el equipo, pero apenas pudo entrenar. Revalidaron el título de ayuntamiento y volvieron a entrar en la final de colegios. Esta vez se celebró en Magariños y el rival era el Ramiro de Maeztu con más de medio Estudiantes en el equipo. Las gradas llenas y El Botón se salió. En una jugada dribló a uno de los postes con un caño en mitad de campo para acabar metiendo una bandeja. Cuando se cruzó con el pivot, éste se le encaró:

– La próxima vez que se te ocurra hacerlo, te arranco la cabeza.

Fredy bajó a defender sin prestar atención. Al siguiente ataque penetró por línea de fondo y la misma torre le salió al encuentro. Dio un pase sin mirar entre las piernas del rival y canasta de un compañero sólo debajo del aro. Al grande se le llevaban los demonios. Ganaron bien y cuando acabó el partido, el largo que era un pedazo de pan le ofreció la mano y le dijo:

– ¿Pero tú de dónde coño has salido campeón?
– Del de la Sole – le soltó Fredy guiñándole un ojo, para luego abrazarle.

Dos semanas después el premio, el Campeonato de España Escolar en Málaga. Antes del primer partido El Botón le hizo un ruego a su entrenador:
– No me saques de titular ningún partido.
– ¿Y eso? – contestó un tanto extrañado Jorge.
– No es justo. No he entrenado casi durante el año y el resto lo merece más.
– Me parece bien- zanjó Jorge el asunto con la sensación de que su jugador quería taparse un poco.

En la primera fase terminaron primeros de grupo sin muchos obstáculos, pero en semifinales les esperaba uno de los ogros del torneo, el Colegio Badalonés, con gran mayoría de jugadores del Joventut . Sufrieron, pero se llevaron la victoria y Fredy se destapó con 23 puntos y 12 asistencias.
La final se celebró en un abarrotado Ciudad Jardín ante el Maristas local. El partido llegó igualado hasta el final. Dos arriba para los madrileños y posesión andaluza con 18 segundos por delante. Jorge manda defender hasta el final y El Botón avisa:
– Atentos por si se me va para ayudar por que me la voy a jugar.

El resto asiente y toman a sus pares. El Botón no aprieta al base contrario que bota con calma, le lleva hacia la izquierda y cuando va a cruzar el medio campo le cierra la línea lateral para que haga el reverso. El chico gira confiado para cambiar el balón de mano, pero Fredy lo aprovecha para robarle la pelota con su mano derecha, irse sólo a canasta y meter una bandeja. Campeones con El Botón Sánchez como mejor jugador indiscutible del torneo.
Pero la vida es un tobogán. Un mes después Fredy iba de paquete en una moto y sufrió un accidente gravísimo que le dejó en silla de ruedas. Tuvo suerte. Tras un año de durísima rehabilitación pudo volver a caminar y jugar al baloncesto y su leyenda se extendió por todas las canchas municipales de Madrid.

En verano de 2004 un periodista que cubría el Campeonato de Europa Junior de Baloncesto en Zaragoza se acordó de un antiguo amigo que residía en la ciudad desde hacía unos años y le llamó para invitarle a contemplar los partidos. Fue la explosión del Chacho, de Sergio Rodríguez, campeón con España y mejor jugador del certamen. En medio del alborozo general el periodista le pidió una opinión sosegada a su amigo.

– ¿Qué te parece? Es bueno ¿no?
– Sí es cojonudo. Llegará dónde quiera. Tiene todo el talento para ello. Los grandes de la liga, la NBA, dónde quiera …
– Pero… -insistió el periodista que adivinó que algo se había quedado en el tintero.
– Pero yo no he visto a nadie como al Botón Sánchez, a nadie.
– Anda ya. Eso es una leyenda urbana. O es que de verdad tú lo viste jugar.
– Yo lo entrené y no he visto nada igual. Te lo aseguro.

 

Por Juan Pablo Bravo
Colaborador JGBasket
www.Contraataquede11.com

Foto Gabriel Alemany. JGBasket

 

Publicada el: 26 noviembre 2013 10:39 am

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