Málaga es una ciudad ya de por sí llena de encanto y luz. Si a esto le añades la organización de un evento tan genuino como la Copa del Rey de Baloncesto, el resultado es unas calles que te atraen, llenas de gente, repletas de aficionados que lucen camisetas de sus distintos equipos, que comparten conversaciones e incluso mesas de comida. Porque el baloncesto y más concretamente esta competición es capaz de lograr la convivencia entre distintas aficiones que llenan de color una ciudad luminosa, alegre y viva.
En febrero de 2020 tuve la fortuna de acudir a la Copa del Rey que se disputó precisamente en esta ciudad, Málaga, acreditado por mi querida y ya histórica planetacb y no puedo guardar mejores recuerdos, que me gustaría compartir con vosotros.
Lo primero que viene a mi memoria es el aire festivo que recorría toda la ciudad, con unas calles céntricas que respiraban baloncesto por cada uno de sus rincones, con huellas de jugadores repartidas por sus calzadas. Y una
excelente exposición fotográfica en la calle Larios, con recuerdos inolvidables para alguien que ha vivido ya unos cuantos años como yo. Ahí se exponían los duelos Audie Norris-Fernando Martín, el vuelo de David Russell, los
enfrentamientos Laso-Jofresa o Epi-Petrovic, los mates de un imberbe Rudy vestido de verdinegro… por poner solo unos ejemplos. Pero, sobre todo, recuerdo unas aficiones que paseaban por la ciudad llenas de ilusión y con
ganas de disfrutar de este maravilloso deporte que es el baloncesto. Con mucha presencia de baskonistas, a pesar de no estar clasificado su equipo. Pero vayamos a la competición. Si había un equipo favorito para alzarse con el título en aquella edición de la Copa ese era el Barcelona, que había apostado por el efecto Mirotic para intentar llevar a cabo un cambio de ciclo en la hegemonía del baloncesto español a costa de un Real Madrid que había
comenzado la temporada generando más dudas de las habituales. Y precisamente le tocaba abrir el jueves los cuartos de final contra un Valencia siempre guerrero e incómodo. Y tanto.
Un partido duro, intenso, en el que se mezclaban dos estilos de juego muy distintos. De un lado, un bloque compacto, seguro y confiado, que sabía lo que tenía que hacer, bien gestionado por Ponsarnau. Del otro, un puñado de jugadores talentosos dirigidos por Pesic que aún no habían sido capaces de conjuntarse. Y ya se sabe, la suma de talentos por sí sola no forma un equipo.
El hecho de que tan solo seis jugadores anotaran en el Barcelona dice mucho.
Como también que no te sirve de nada que un jugador anote 29 puntos si en el momento caliente del partido le quema el balón. Ante esto suele vencer el conjunto confiado. Y eso es lo que ocurrió. Sorpresa a las primeras de cambio y el Valencia que deja en la cuneta al favorito Barcelona (82-78).
El segundo partido iba a resultar muy distinto. El Real Madrid intentaba romper el choque una y otra vez ante un Bilbao Basket correoso, luchador e incansable que hacía la goma una y otra vez. Hasta que se impuso la calidad de los blancos, con Tavares y Campazzo guiando del resto. Y Llull, si, ese Llull al que los aros del Martin Carpena se le dan de maravilla y que apareció en el momento oportuno para asestar el golpe de gracia los de negro (93-83). Un equipo en el que Mumbrú estaba acertando con la tecla y al que daba gusto verle jugar con tanta intensidad, con un juego de ataque que circulaba el balón espléndidamente apoyado en unos cortes y movimientos sin balón perfectamente coordinados.
Me paro un instante en Llull. El viernes, en la previa del entrenamiento del Real Madrid, que por cierto se realizó en un pabellón vetusto que me recordaba mis tiempos como entrenador por esas canchas de Dios, precisamente Llull nos contaba que él “intenta ser una buena persona y que quizás por eso ayer le felicitaran tantos compañeros, como Luca o Ricky”. Qué lección de humildad, máxime cuando venía recibiendo a lo largo de la temporada unos inmerecidos palos por su juego, llegando a poner en duda si volvería a ser el de antes de su terrible lesión.
Los dos partidos de cuartos de final del viernes me demostraron que, desde luego, a la Copa ningún equipo viene de paseo. En el primero y contra todo pronóstico, Morabanc Andorra se llevó un partido loco ante Iberostar Tenerife, en un final agónico, caótico, lleno de errores, de jugadas extrañas y hasta de polémica por una falta señalada y otra posible no señalada a continuación. La alegría desbordante de los andorranos, liderados por su mascota Brut contrastaba con el cabreo de los tinerfeños, representados por su entrenador Vidorreta. El récord de asistencias de la competición de Marcelinho Huertas le resultó amargo (87-85).
Y en el segundo, que resultó también igualadísimo, sería el anfitrión Unicaja quien acabara venciendo al Casademont Zaragoza, en un colorido duelo de aficiones. La maña, más reducida, con unas originales bufandas luminosas y la malagueña más numerosa. Por cierto, como pone la piel de gallina su cántico del himno “La bandera” a capela resonando por el pabellón. Casademont notó mucho la tercera falta personal de Seeley que acabó con 29 puntos (26 valoración), que le relegó al banquillo coincidiendo con el arreón del tercer cuarto (parcial 28-15) de Unicaja. Este hecho y la capacidad reboteadora ofensiva de los andaluces, liderados por un enorme Alberto Díaz, acabaron por decidir el partido, a pesar del encomiable esfuerzo de los maños. Un
desconsolado Porfirio y un aliviado Casimiro reflejaban a la perfección los sentimientos de ambos equipos (90-86).
Cuanto más avanza la Copa más te engancha. Es un axioma que no falla. Y tener el privilegio de alojarse en el hotel oficial, junto con los equipos participantes, te permite sorpresas como la de encontrarse de bruces ni más ni
menos que con Walter Szczerbiak. Sí, ese señor bigotudo que anotó la friolera de 65 puntos en un partido frente al Breogán de Lugo allá por los años setenta.
Subidón emotivo antes de afrontar las semifinales.
Unas semifinales en las que brillaron los bases. En la primera, Facundo Campazzo nos deleitó con un magnífico espectáculo. Qué manera de leer el baloncesto, de recuperar balones, de asistir, de anotar. Su eterna sonrisa esta
vez estaba más que justificada. Gracias a él y al dominio en la zona de Edy Tavares el Real Madrid, en uno de sus mejores partidos de la temporada, superó a Valencia Basket (91-68).
Y en la segunda, un excelso Jaime Fernández rompió el partido en el segundo cuarto para Unicaja. Y a partir de ahí fiesta malagueña. Recuerdo a Ibon Navarro, por entonces entrenador del Morabanc Andorra, intentado meter
vanamente a su equipo en el partido una y otra vez; así como el canto a coro por la afición verde del “Puede ser mi gran noche” a mediados del último cuarto, con 33 de ventaja; y la despedida que la afición malagueña realizó a la
andorrana (92-59).
Y es que lo de la afición de Unicaja es ejemplar. El domingo, hora y media antes del comienzo de la final, miles de malagueños recibían a su equipo en los alrededores del Martín Carpena y a la llegada del autobús entonaban su himno.
Ilusión tremenda de una afición, de una ciudad, por su equipo. Un equipo que lo estaba dando todo por corresponderles, pero al que las lesiones le tenían diezmado, con varios jugadores importantes muy tocados.
Balón al aire en la final y desde el primer lance del juego se presagia que el Real Madrid ha venido a por la Copa. En la pista hay un jugador, Campazzo, que actúa en la cancha como si fuera la varita de un mago llamado Pablo Laso.
El plan trazado se cumple a la perfección. La varita de Campazzo mueve el equipo a su antojo, con un Carroll demostrando que nadie es más fiable que él lanzando a canasta; un Deck derrochando esfuerzo; un Randolph más elegante y eficaz que nunca y un Felipe que sabe dar un paso adelante ante los problemas iniciales de faltas del amo de las zonas: Edy Tavares. Si le sumas la elegancia de Thompkins y el saber estar en la cancha de Rudy, que siempre hace lo que tiene que hacer en función de cómo lee el partido, el resultado es un rodillo que va minando la moral del rival: 26-13, 17-15, 25-14 y 27-24, para un total de 95-68 y proclamarse campeón.
Un campeón que celebra su éxito con mesura pero con una felicidad inmensa y con sus ritos habituales, el corte de las redes de Rudy, los abrazos con la familia, el selfi de Llull o el canto del “Fantástico”. Y mientras, el mago nos deleita con su magia en la rueda de prensa. Son trece minutos en los que comparte su filosofía, su método. Y no se olvida de nadie para hacer partícipe del triunfo a todos y cada uno de los componentes del grupo, jugadores,
técnicos, médicos, fisios, comunicación… “Que hayamos levantado tantos títulos en estos nueve años lo único que me dice es que competimos siempre y de eso estoy orgulloso”.
UNICAJA – 68: Jaime Fernández 4p, Adams 7p, Toupane 2p, Thompson 6p,
Gerun 4p, Díaz 2p, Brizuela 22p, Guerrero 2p, Wackzynski 2p, Suárez 6p, Ejim
4p y Elegar 7p. Ent.: Luis Casimiro.
REAL MADRID – 95: Facundo Campazzo 13p, Jaycee Carroll 20p, Gabriel
Deck 8p, Anthony Randolph 5p, Edy Tavares 12p, Fabien Causeur 5p, Sergi
Llull 4p, Rudy Fernández 6p, Trey Thompkins 10p, Jeff Taylor 9p, Felipe Reyes
y Nico Laprovittola 3p. Ent.: Pablo Laso.
Campazzo fue designado MVP, como no podía ser de otra manera. Era la
primera ocasión en la historia que un mismo jugador conseguía este galardón
de forma consecutiva en Liga, Supercopa y Copa.
Recuerdo esperar la salida de los jugadores blancos hacia su bus, en cuyo interior Rudy dirigía una especie de coreografía. Y antes de abandonar definitivamente el Martín Carpena, regresé a su interior para pasear por el
centro de la pista, ya vacía y aún poblada de los papelillos lanzados a modo de confeti en honor del campeón, reviviendo todo que tuve la fortuna de vivir y disfrutar en esos maravillosos cuatro días.
Texto y fotos Juan Carlos García.
Entrenador superior baloncesto
Colaborador JGBasket