A su modo siempre fue feliz. Se interesó por la vida, curioseó en la cultura y se dejó conquistar por el deporte y su gente. Nunca se sintió extraño ni extranjero: en su tierra le referían como al “Gallego” y aquí a veces le saludaban como “Che”, pero ambos lugares los tomó como suyos.

El gusanillo del básquetbol se lo metió su abuelo desde la primera ocasión en que le oyó contar la historia del “Hindú Club”, aquellos locos estudiantes del Colegio La Salle de Buenos Aires que saciados tras ganar cinco campeonatos nacionales, decidieron, con el Pancho Borgonovo a la cabeza, emprender una gira por Europa. Corría el año 1927 y en barco se tardaba un mes en llegar al Viejo Continente. La expedición se sintió decepcionada cuando no pudo jugar ni en Alemania ni en Bélgica. Pero en Londres tornó la suerte: disputaron dos partidos y los ganaron. Próximo destino París e idéntico desenlace en otros tantos encuentros (el segundo ante el campeón capitalino, Stade Francais). Barcelona supuso el brillante colofón al paseo trasatlántico. Las 5.000 personas que abarrotaban el campo de Gracia alucinaron con la desenvoltura de los argentinos que vapulearon 50-16 a una selección catalana. A Fede le caló tanto el relato que de continuo conminaba al viejo para que lo rememorara. El patriarca poseía una memoria prodigiosa y a cada poco rescataba pretéritos sucesos relacionados con el pasatiempo preferido del nieto.

La casualidad y los negocios condujeron a la familia Guevara a una corta estancia en Buenos Aires. Lo que iba a ser una semana se alargó a casi un mes. A Fede no le importó. Todos los días la gran urbe descubría al adolescente imágenes nuevas: el barrio de la Boca, las amplias avenidas, los históricos teatros, las enormes librerías… Todo le fascinaba. Un buen día llegó su padre con una sorpresa que le hizo saltar de alegría. Un cliente le había dado dos boletos para la final del primer Campeonato del Mundo de baloncesto. Era el 3 de noviembre de 1950 y el chico nunca olvidaría nada de lo que ocurrió en el legendario Luna Park esa tarde.

El combinado albiceleste llegó invicto a la final donde le esperaba Estados Unidos. Las gradas se llenaron horas antes de dar comienzo el choque. A las estrellas locales, Óscar “Millito” Furlong (elegido mejor jugador del torneo) y Ricardo “Negro” González se unió la estimable aportación del base Del Vecchio que anotó 14 puntos. La relativamente cómoda victoria argentina (64-50) les otorgó el primer título mundial de la historia y dio paso a una larga vigilia en la noche bonaerense. La multitud festiva recorrió enfervorecida la calle Corrientes. Cuando terminó el partido la emoción no dejaba hablar al pequeño. Sólo podía abrazar a su padre. A su regreso a Bahía Blanca sus amigos no daban crédito. Por unos días fue la envidia y el protagonista indirecto de la singular proeza. El rey del barrio.

Pero Fede no era alto (“con 12 años me hastié de crecer”, decía), ni coordinado ni tenía especial facilidad para los deportes, más bien al contrario. Su reinado sólo vivió otro momento de gloria entre sus compañeros: jugaba (más bien poco) en el equipo del colegio y su entrenador acuciado por las eliminaciones de algunos de sus mejores jugadores le puso a jugar en los instantes últimos de la final del campeonato escolar. Con el tiempo a punto de cumplirse recibió una falta personal. Uno abajo en el marcador y el reloj a 0. Cuando se encaminó a la línea de tiros libres un pensamiento se cruzó por su cabeza. Era un mal lanzador. Se paró delante de la raya de la personal, miró al aro, dio tres botes, subió el balón con el codo en perfecto ángulo recto a la vez que flexionaba las rodillas y lanzó la pelota con su mano izquierda (pero ¿qué hace?, susurró su entrenador) dejando la muñeca bien arriba. El balón entró limpio. Empate. No hizo caso a nadie (ni siquiera a los gritos de ánimo de los suyos) y su mirada permaneció fija en dirección a la canasta. El árbitro le entregó el esférico y se dispuso de igual manera. El tiro pegó en la parte anterior del aro, en la posterior y finalmente se coló llorando. Victoria, campeonato, abrazos y paseo a hombros. En el vestuario cuando su entrenador le preguntó por qué había obrado de aquella guisa, Fede encogió los hombros para responder: “Había que darle una oportunidad a la mano buena”. El técnico le miró sin creerlo: “Tócate los huevos. Todos estos años y me entero ahora de que eres zurdo”. La sonrisa del chico le delató: “Para todo, menos para el basket”. Y entre bromas ahí quedó la cosa. Ése fue el último partido de Fede. Sabía que no era lo suyo y disfrutaba infinitamente más con la contemplación del juego que como partícipe del mismo.

Una tarde se recibió carta desde España. Su tío Jorge (como Gardel) había montado una empresa allí y le iba de cine, pero necesitaba cierta ayuda para explotarla en condiciones. El cónclave familiar no tardó en decidirse: apostaban por la aventura y saltaban el charco. Se mudaban de un país rico a otro pobre que había salido hacía poco más de dos décadas de una guerra civil. La compañía, dedicada a la importación de materias primas y alimentos de primera necesidad desde Argentina, se encontraba ubicada en un barrio de clase media del Madrid de principios de los 60, el barrio de Prosperidad. El tío Jorge había adquirido a muy buen precio una descomunal nave junto al antiguo Asilo de Santamarca, a pocos metros de la calle López de Hoyos. La malla industrial del distrito la componían pequeños talleres, empresas de artes gráficas y laboratorios de productos farmacéuticos. Vivía alquilado muy cerca, en una de las casitas bajas del vecindario y como la vivienda era amplia la familia se instaló junta. Los recién llegados no tardaron en adaptarse. Todos colaboraban en el buen funcionamiento del negocio, que iba viento en popa. Los domingos aprovechaban para ir a cualquiera de los tres cines cercanos (el López de Hoyos, el Royal o el Covadonga), pasear por el Retiro, o acudir al Bernabéu que les pillaba a un par de cuadras de casa. La pasión por el deporte de la canasta la llevaban en la sangre, con lo que cada fin de semana se dejaban caer por la Nevera del Ramiro o el Frontón Fiesta Alegre.

De natural reservado, a Fede sin embargo no le costó hacer amigos entre los jóvenes vecinos, con los que empezó a frecuentar las fiestas dominicales. Era un pato mareao, así que por la pista de baile se dejaba ver poco. Disfrutaba de la música, pero prefería la retaguardia y la conversación. Cierta noche, cuando la velada iba tocando a su fin, vio acercarse a una muchacha morena de ojos color miel, gracioso flequillo que le caía sobre la frente y sonrisa arrebatadora que le dijo: “¿Me puedes pedir un refresco de cola?”. “Claro”, acertó a decir Fede, pero como la bebida tardó en llegar, sus amigas la metieron prisa y se aproximó nuevamente para darle las gracias y decirle que lo dejara. Pasó un mes sin que Fede volviera por el local. Varios viajes por el norte con la empresa lo habían mantenido ocupado, así que la primera tarde de domingo que le quedó libre decidió acompañar a su cuadrilla a la afamada sala. Apuraba su consumición cuando alguien le tocó en el hombro. Era la misma cara bonita. “Oye, no te enfadarías el otro día”, le soltó piadosa la joven. “¿Por qué? No claro, que no”, respondió tímidamente Fede. Se hizo el silencio, hasta que la dijo “Vos tenés unos incisivos preciosos”. Al momento enrojeció avergonzado y la joven sorprendida sacó a relucir la mejor de sus sonrisas. Sus encuentros se hicieron habituales y al cabo de unas semanas Dora y Fede comenzaron a salir. A los dos años se casaron y alquilaron un pequeño apartamento no muy lejos del núcleo familiar, encima de la mercería El Arca de Noé.

El viaje de novios lleva a la feliz pareja a la Argentina. Fede la enseña la capital, la presenta a su familia en Bahía y Dora descubre el segundo gran amor de su vida: el tango. Se siente fascinada por las letras desgarradoras y por la liturgia del baile que aprende con inusitada soltura. Toma clases en una academia y el profesor alaba la predisposición y las buenas maneras de la española. La hace entender que en el tango manda el hombre, que es quien decide la coreografía. Más el buen tanguero será el que propicie y fomente el lucimiento de la dama. Fede no baila, pero se deleita con la desenvoltura de su mujer, disfruta con la aparente sencillez con la que se mueve en la dificultad de la danza: la apertura con un paso base, la continuación con una andada, la sensualidad en el abrazo y el lucimiento con los ochos y los ganchos.

Fede aprovechó la estancia para contemplar en vivo partidos de baloncesto. Algunas noches se sentaban al abrigo del brasero con un delicioso mate, mientras la voz de su abuelo recuperaba historias pasadas y presentes. Así revivió el emocionante episodio del Campeonato Argentino del 57, celebrado en su ciudad, Bahía Blanca, la capital del basquetbol sudamericano. La organización había creado un clima festivo, cada club local había elegido a su reina y desde el inicio de la competencia el estadio de Estudiantes había llenado sus cinco mil localidades. A la final llegó el cuadro local, que representaba a la provincia de Buenos Aires, frente al de la provincia de Mendoza. La expectación fue tal que tuvieron que abrirse las puertas del pabellón y entraron mil personas de más. La muchedumbre llegaba hasta el límite de la cancha de juego. El momento cumbre vino tras finalizar el partido, en el que se impuso el cuadro bonaerense, confeccionado mayoritariamente con jugadores de Bahía. La euforia se desató, se invadió el rectángulo de juego y en esto que los jugadores mendocinos se reúnen en el círculo central y comienzan a cantar. A su alrededor se va haciendo silencio hasta que sólo se les escuchaba a ellos. Para cuando el grupo pone fin a la canción con el “¡Duro Mendoza… Duro Bahía!” la gente arrebatada rompe en aplausos, en una atronadora ovación que reconoce a vencedores y vencidos. “Lo nunca visto. Eso es deporte. Lucha, competencia y luego a dar la mano. El reconocimiento. De cagarse, de cagarse…” termina repitiendo el abuelo.

En su vuelta a la Península son felices y proponen a los Guevara una alocada idea. Una parte de la nave está en desuso, por lo que piden permiso para adecentarla y explotarla como gimnasio y salón de baile. La familia no pone impedimento y sin prisa van dando cuerpo al recinto. Un año más tarde, un cartel a la entrada anuncia “El Fededora, complejo deportivo, baile y toreo de salón”. Se han gastado una pasta en la reforma, con lo que la aspiración de poner parquet a la instalación la desechan, aunque tanto la sala de danza como la cancha de baloncesto han quedado muy cucas. Dora dará clases de tango. En un primer momento su clientela se limita casi exclusivamente a la colonia argentina residente en el “Foro”, pero se corre la voz y gentes del barrio y de la burguesía madrileña se dejan ver por el Fededora. De vez en cuando se asiste a alguna clase magistral de toreo de salón, pero lo que mantiene ilusionado a Fede es el alquiler a pequeños clubs y grupos de amigos para realizar entrenamientos o disputar partidos de baloncesto. Sin perder de vista el negocio familiar, que les da (y muy bien) de comer, el Fededora se va haciendo un nombre entre los deportistas y bailarines de la capital.

De Argentina le llegan noticias de la aparición de tres auténticos cracks en el baloncesto bahiense. Fruet, Cabrera y De Lizaso copan durante una década el Campeonato Argentino, aunque en el 65 se quedan a un punto de la gloria tras un bicampeonato. Veinte mil enfervorecidos hinchas han aupado a la escuadra local al triunfo en Santiago de Estero.

En el año 69 se produce un hecho que cautiva a Fede. El 5 de febrero el Club Natación Canoe inaugura un complejo deportivo con piscina cubierta, otra al aire libre y un pabellón para baloncesto que embelesa a Fede. Había conocido al peruano Cholo Méndez, un auténtico maestro del basket y un magnífico profesor de técnica individual, la que había aprendido en los high school estadounidenses. Había seguido puntualmente de la mano del auténtico motor del club, Juan Tamames, el avance de las obras. En su modestia aspiraba que su pequeño escenario se asemejara algún día al maravilloso recinto de los nadadores.

Dos años más tarde la salud del abuelo empeoró. Estaba en las últimas y la familia se desplazó al completo para darle un último adiós. Cuando llegaron su situación era irreversible, pero se mantenía estable. Podía durar horas o meses. La mayor parte del tiempo dormitaba y sólo durante esporádicos ratos recobraba la lucidez. Una tarde que padre, tío y sobrino lo velaban, Jorge rompió el silencio: “¿Sabéis lo que de verdad le gustaría al viejo?”. Él sólo se respondió: “Que mañana fuéramos a ver a la selección de Bahía contra la Yugoslavia Campeona del Mundo y se lo viniéramos a contar. Así que no le vamos a desairar”. Allá que se encaminaron los tres con la esperanza de distraerse y traer algo épico que narrar. Cada uno tenía sus predilecciones. Los hermanos siempre se decantaron por el color aurinegro del Olimpo. Jorge mantenía que Atilio Fruet había revertido el sino del baloncesto local y sus diez títulos hasta su retirada así lo atestiguaban; era un alero alto capaz de hacer daño por dentro o por fuera y que, sin embargo, se habría de perder el encuentro por un problema en el brazo. El otro representante de “La Garra” del Olimpo era el predilecto de Fede padre: José Ignacio “El Negro” De Lizaso era el compañero ideal de trinchera. Fede hijo, hincha de Estudiantes, sólo tenía ojos para Beto Cabrera, un base mágico que dirigía con mano firme y elegancia a su equipo y a la selección provincial con la que conquistó 9 campeonatos. Los tres fueron los principales referentes de la selección bahiense que se hizo con 7 títulos provinciales consecutivos. Por dentro, les echaba un cable importante el gigantón Giorgio Ugozzoli.

El marco resultaba inmejorable, el recién estrenado Norberto Tomás, nueva sede del Olimpo, que había decidido dedicar el nombre del gimnasio al jugador que había fallecido 9 meses antes durante un partido y que con tanto ahínco había defendido los colores del club. El rival, la selección yugoslava dirigida por Ranko Zeravica, que tutelada en la sombra por el maestro Aza Nikolic, se encontraba de gira para foguear a sus futuras estrellas. De los campeones de Liubliana, sólo 4 jugadores repetían convocatoria, más el grandioso Kresimir Cosic, que estaba tocado y no jugó el encuentro. Primera parte de ritmo lento y corta ventaja local (34-32). Los celestes le meten otra velocidad a la salida de los vestuarios (parcial de 8-0), pero los “plavi” se agarran a su cuarteto campeón, mantienen el tipo y neutralizan la diferencia (52-57). “Bill” o “El Lungo” Brusa nunca entendió de amistosos, sólo le valía ganar, así que aún a costa de perder por faltas a varios de sus titulares, envió a los suyos a la guerra con todo. Dos tiros abiertos del mago Cabrera daban una ventaja de 4 a los locales, pero en la siguiente jugada cometía la quinta personal y los argentinos habían de disputar los últimos dos minutos sin su cabeza pensante. Jevolac, tras un rebote acerca a los balcánicos a un punto. El último ataque se lo radia el nieto al abuelo moribundo entre voces y lágrimas: “Ojunian sube la pelota, pasa la línea divisoria y la grada murmura y a la vez empuja. ¿Quién será el valiente?, se preguntan suspirando todos. Ese balón lo traían desde el campanario para “La Cigüeña”. Sí abuelo, porque ahí apareció De Lisazo, que bien sabía que esa bola era suya y de nadie más, para tirarse una suspensión de portada de “El Gráfico” y sentenciar el partido. Sí abuelo, ganamos a los Campeones del Mundo”. El viejo, con los ojos como platos, sólo consiguió murmurar “qué pibes”. Una semana después moría y la familia regresaba con el corazón encogido.

Pasa un lustro y cambian las tornas. Al fallecimiento de Franco se sucede una Transición en esos días ejemplar. Lo que se gana en España se retrocede en Argentina: el Golpe de Estado del General Vilela conduce a un régimen de terror que supuso la desaparición y muerte de unos 30.000 argentinos. La barbarie. La familia permaneció en España encogida y amedrentada por las confusas noticias que llegaban desde su patria. Nunca se metieron en política, consideraban a Perón un demagogo y no concebían una nación sin libertad para expresarse o moverse. Sintieron miedo, vergüenza y horror. Pasada la etapa oscura e ignominiosa y restablecido el estado democrático, la familia y el país intentan restañar heridas y recuperar la normalidad.

Desde hace tiempo, los mejores especialistas habían confirmado a la feliz pareja que no podían tener hijos. Se acostumbran a la situación y deciden darse el capricho de concederse dos viejos sueños. Compran un piso en Torres Blancas, el emblemático edificio que encumbró a Sáenz de Oiza y por el que recibió el premio de la Excelencia Europea en el año 74. La estructura arbórea de hormigón armado carente de pilares, consolidada a base de cilindros rodeados en su perímetro por balcones con celosías de madera, siempre les había cautivado y la bonanza de los negocios les permitió la adquisición a pesar del elevado precio. Por otro lado, la fortuna llevó a Fede a relacionarse con una empresa internacional de maderas estadounidense y reconquistar un viejo anhelo: colocar parquet en su pabellón. Ya puestos, indagó y supo que la famosa superficie de madera del Boston Garden procedía de un bosque de Tennessee y por un poco más de dinero la compañía le hacía el traslado y la instalación. Lo mantuvo en secreto y un verano acometió la obra. Cuando en octubre reabrió sus puertas no daba abasto para atender las peticiones de solicitud de alquiler. La demanda se multiplica y los antiguos alumnos y jugadores de los colegios próximos (Corazonistas, Ramiro de Maeztu, Claret, San Agustín, Menesianos, Recuerdo) organizan una Liga los fines de semana. La fiebre del baloncesto ha aterrizado en España: en el primer lustro de los ochenta la selección se trae la plata europea de Nantes y la olímpica de Los Ángeles y las primeras imágenes de la NBA (con Bird, Magic, Julius Erving o Kareem Abdul Jabbar) llegan a través de la televisión. Los chavales tiran de imaginación y rebautizan la cancha cada vez que les toca jugar como locales: el FedeForum, el FedeGarden, el FedeMadisonSquareGarden, el FedeSpectrum, el FedeSummit, el FedeOmni. Ponen dos condiciones a su casero: que la final se juegue en el FedeColiseum y que entregue los trofeos. Éste sólo estipula una para sus inquilinos: ni una bronca o da por concluido el campeonato. El éxito es tal, que en los años sucesivos, antiguos alumnos de colegios alejados del distrito de Chamartín, se incorporan al evento (Pilaristas, Decroly, Sagrados Corazones, Maristas, Salesianos, Virgen de Atocha, San Viator, Fátima, Maravillas…). Fede disfruta como un niño y procura no perderse un partido.

En el año 83 aterriza en España un tipo singular, el entrenador argentino León Najnudel al que ficha CAI Zaragoza de Ferrocarril Oeste. Le aguarda un equipo joven y renovado que preside un tipo listo, un lince, José Luis Rubio. Se crea la ACEB (posterior ACB) y la ciudad maña organiza la Copa del Rey. Sólo Fernando Arcega y Manel Bosch repiten de la temporada precedente. Han firmado a dos aleros de categoría, Charly López Rodríguez (que a la postre metería la bandeja clave para la conquista del título) e “Indio” Díaz, y de abajo asoman jóvenes talentos: Pepe Arcega, Paco Zapata, Raúl Capablo y el tristemente desaparecido Rafa Martínez Sansegundo. León participa de un baloncesto sencillo, insiste en pocos conceptos (una defensa inteligente, evitar pérdidas de balón, hacer que circule con fluidez para seleccionar buenos tiros, cerrar el rebote…), pero bien hechos y da tanta libertad al grupo, dentro y fuera de la cancha, que los jugadores echan de menos una mayor dosis de entrenamiento. Iniciada la campaña, el fichaje de una bestia, Kevin Magee (que complementará al otro buen americano, Jimmy Allen), cambia la historia moderna del baloncesto español. La fuerza sobrenatural y el carácter competitivo de Magee contagia al resto y en la final se deshacen contra pronóstico del Barsa. El momento supuso un punto de inflexión y la eterna amistad entre el peculiar técnico y su compatriota argentino, dueño del distinguido gimnasio en la capital madrileña. El preparador regresaría a la patria para montar la liga profesional de su país (LNB), para lo que llegaría a recabar incluso los estatutos de su homónima española.

Por boca de León tuvo conocimiento de los nuevos valores que se fraguaban allende los mares: le vaticinó el dominio del Atenas de Córdoba apoyado en las dos grandes sensaciones del momento, el “Pichi” Campana y Marcelo Milanesio, y a finales de la década le contaba las excelencias de un chico que con 205 centímetros hacía bien todo, Marcelo Nicola. El agente Arturo Ortega y el director técnico de Baskonia, Alfredo Salazar, tuvieron el olfato y la intuición. Fueron los primeros en pescar en aguas vírgenes con una caña entonces corta (Vitoria) y un anzuelo sencillo (ofrecían contratos largos a cantidades asumibles). Capturaron (captaron, mejor dicho), pezqueñines que a su cuidado se harían tan grandes que algunos arribarían al mayor océano conocido (la NBA): Fabricio Oberto, Luis Scola, el “Chapu” Nocioni. España e Italia fueron los caladeros de aquella generación irrepetible (Pablo Prigioni, Hugo Sconochinni, Juan Alberto Espil, “Pepe” Sánchez, Lucas Victoriano, Rubén Wolkowyski, Leo Gutiérrez, Juanpi Gutiérrez, Pancho Hasen, Walter Herrmann, Carlos Delfino, el “puma” Montecchia”…). Al mejor, a Manu Ginóbili, lo colocó Ortega en Reggio Calabria, antes de dominar Europa desde Bolonia; era el paso previo para que en San Antonio (Tejas), en el “salvaje oeste”, sus manos se empezaran a llenar de anillos (lleva 3). Esa generación hizo a Argentina subcampeona del Mundo en Indianapolis 2002, tras humillar a la prepotente selección USA y sentirse “robada” en la final ante Yugoslavia, y campeona olímpica en Atenas 2004, después de la inolvidable canasta en el último segundo de Ginóbili ante Serbia y Montenegro, el nuevo repaso a Estados Unidos y la aplastante victoria ante Italia en la final. Ese 28 de agosto, Fede era el hombre más feliz de la tierra. Todos esos chicos que, sin excepción, pasaban a visitarlo por su humilde gimnasio, le habían henchido su orgullo argentino. Nunca se lo podría agradecer suficientemente a León, a Julio Lamas, a Ruben Magnano, a Sergio Hernández…, los entrenadores que un día se los habían presentado.

Fede le había puesto unas graditas al gimnasio, unos coquetos vestuarios y la calefacción funcionaba en invierno y el aire acondicionado en verano. La Federación Madrileña arrendaba el pabellón para las finales de sus campeonatos y el Fededora llegó a dar cobijo a las charlas técnicas de los maestros más reputados del panorama internacional. Una noche muy tarde recibió una charla de la Federación Española: el Canoe se había inundado y la selección juvenil no tenía pista donde entrenar. Sin problema. A las diez en punto tenía allí a Charly Sainz de Aja (al que trataba de Virgen de Atocha) y a sus chavales. A los madrileños (Antonio Bueno, López Valera y especialmente a Felipe Reyes, por su hermano Alfonso, al que le guardaba un cariño especial), los conocía bien. Al resto no, y como había oído hablar maravillas de ellos, se quedó a ver la sesión de entreno. A lo largo de la semana que se prolongaron las prácticas, el descubrimiento y la fascinación fue mutua. Fede no había visto nada igual a tan tierna edad y los chavales se encontraban magnetizados al legendario parquet y al encanto mágico del gimnasio. Saboreó el juego de pies de Germán Gabriel (sin duda, haría una gran pareja de baile con su Dora), admiró la fortaleza de Carlos Cabezas y José Calderón, le asombró la exuberancia física de Drame, le sorprendió la potencia de Julio González y le cautivó la ascendencia y el saber hacer de Berni Rodríguez. Una pareja que siempre iba junta le tenía descolocado: eran dos palos, uno un tallo, el otro un junco. Eran Juan Carlos Navarro y Pau Gasol, eran la facilidad para jugar al baloncesto. Fede alucinaba, pero de entre la panda escondía una predilección secreta y fue al único que puso mote: Rául “Mandrake” López. El apodo (que aludía al mago, al personaje del comic creado por Lee Falk en los años treinta), fue el que llevó su ídolo de siempre, Beto Cabrera. Lo que hacía el de Vic sobre la cancha le extasiaba y le devolvía a sus años mozos. Llegó a un acuerdo con el grupo: podían venir siempre que quisieran a condición de que vinieran a contarle sus proezas o fracasos. Así se enteró del Campeonato de Europa Junior conquistado en Varna, con un tiro decisivo en suspensión de su idolatrado Raúl en semifinales ante Grecia. El siguiente éxito de la camada lo gozó por televisión, el Mundial Junior de Lisboa. El salto que dio con el triple de Carlos Cabezas casi le lleva a caer sobre el receptor. ¡Qué alegrón!

En la primavera de 2006 una cruel enfermedad le había dejado sin su Dora. En tres meses se había apagado como un pajarito. Le daba pereza y pena regresar cada noche al piso de Torres Blancas, así que se habilitó un catre en el despachito del gimnasio. Allí se sentía menos sólo. El verano vencía y le traía una distracción, el Campeonato del Mundo de Baloncesto en Japón. Llegó a perdonar al “Chapu” Nocioni el triple fallado en semifinales porque implicaba que sus “niños” se metieran en la final frente a Grecia, que se había cargado a Estados Unidos. Pese a cierto pesimismo (Pau Gasol, el mejor jugador del torneo, se había lesionado de gravedad y no podía jugar), Fede no tenía duda de la calidad y el halo competitivo de esos chicos. Le llamaron amigos, pero decidió verlo sólo, sin compañía. España dio una lección defensiva, una singular muestra de juego de equipo. “Pepu” Hernández se inventó un 4 de lujo, Carlos Jiménez, que ocupó todos los espacios, acaparó los rebotes y personificó el espíritu de una escuadra histórica, la más grande que había dado nuestro baloncesto. A la conclusión, a Fede se le juntaron todas las emociones y lloraba como un niño. Recordó cuando de chico salía entre sollozos de la mano de su padre del Luna Park. Había pasado más de medio siglo.

El día de Navidad, la señora Reme acudió como cada mañana a adecentar el gimnasio. Le extrañó que tan temprano hubiera luz en el cuartito. De fondo se escuchaba la melodía preferida de Dora, el maravilloso Oblivion interpretado por el maestro Astor Piazzolla. Sus compases acompañaron los últimos latidos de un corazón grande, el de Fede Guevara.

 

Nota: Esta historia es fruto de la imaginación de su autor. Ni Fede ni Dora existieron nunca, ni tampoco su mítico gimnasio, aunque sí los partidos y campeonatos nacionales e internacionales que durante el relato refiero. Desde aquí pido disculpas a los personajes conocidos y reales nombrados que hago interactuar y que me sirvieron para darle forma a este viaje onírico por el baloncesto hispanoargentino. A cambio espero disfruten con la lectura. Agradezco a mi amiga Marisa su ayuda en el esbozo de los conceptos básicos del tango.

 

Por Juan Pablo Bravo, @juanpabravo sigueme en twitter
www.contraataquede11.com

Publicada el: 1 enero 2014 12:53 pm

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